Tiempo después.
Diez años después, sus labios en mi boca, mi cuerpo sobre el de ella. Palabras y preguntas inocentes, miradas inadvertidas, manos cruzadas y besos sobre sus senos. Era de esperarse, pues uno de los dos lo había previsto; quizás lo previó también el destino.
El camino de retorno ya predecía el beso, pero yo no quería soñar. No podía permitirme un impulso y mientras lo pensaba mil veces, ella me besó. Mi casi epiléptico temblar de piernas fue dominado inmediatamente, mi consciente se perdió en el tiempo, mis manos no se detenían, sus besos tampoco. El taxista miraba por el retrovisor, el camino se asomaba por la ventana y el mar se replegaba por celos. Éramos dos inciertos concretando una realidad.
Todo el juego previo de nuestras miradas, de nuestras palabras, de mi idiotez de mostrarme soberbio y de mi poco cálculo sobre sus demonios. Su mirada sobre mi boca, mis gestos, sus recuerdos y sus locuras, se escondía tras la simple acción de acomodarse la blusa cada diez minutos, para no revelar la figura de sus senos, a los que yo le perdía la vista cada vez que miraba sus ojos o su sonrisa, pero les era fiel con todo el pensamiento. Todo esto y más alentaron lo que sucedía en el taxi. Éramos dos coartadas coincidiendo en el crimen perfecto.
Quizás estuve demasiado lejos de ella durante toda la noche. Aunque le dimos tres vueltas al bar, sólo encontramos un espacio bajo una ventana, en dos sillas que me dieron dolor de espalda y mucho frio a los flechazos que lanzábamos. Estando en la calle quise abrazarla, llevarla a mirar la luna, estimular su erotismo y tenerla más cerca. Pero ella temblaba de frío, no respondía mis preguntas, dudaba sus pasos, promovía mis dudas. Decidí, pues no sabía sobre sus decisiones por más que pregunté, que era tiempo de tomar el camino de regreso. Éramos dos locos pretendiendo ser cuerdos.
Ante mi cobardía su impulso no se detuvo; mientras le contaba sobre su mirada de hechicera, ella me besó. Quizás luego de algunos años me sucedió algo totalmente inusual, había cerrado los ojos al contacto de su boca. El camino se terminaba y yo no quería dejarla. Sus besos eran divinos, sus manos sujetaban mi cabeza y acariciaban lentamente mi cabello sus dedos. Perdí toda mi fortaleza, mi soberbia, mis sentidos, mis ideas, mis reacciones, mis cavilaciones, mis intenciones de decir “buenas noches”. Y en el más sincero de mis arrebatos, con los ojos cerrados y con sus besos en mis labios, le pedí que viniera conmigo. El taxista entendió mis indicaciones. Éramos dos besos queriendo ser sal.
La bese, me besó, nos desnudamos, nos absorbimos, nos besamos. Me abrazó, la besé, nuestras manos se entrecruzaron cual dos tortolos haciéndose el amor. Reposé sobre su cuerpo, respiró sus ideas con sencillas exhalaciones. Yo tenía mil preguntas, pero sus besos me hacían soñar, no lograba aterrizar sobre la cama pues solo flotaba entre sus caricias. Éramos dos trapecistas en el juego del ritmo, la respiración y el anhelo de realizar el acto.
En medio de lo onírico de su cuerpo, me volví humano, quizás más que humano. Mi desquicio pensaba que era un infinito contemplado en un instante; sin entender que, yo estaba a destiempo de ciertas hazañas. Fui el mago negro en un acto de magia.
Le dije adiós con un beso que quise fuera mejor, se fue sin voltear, sin esperar. Quizás, simplemente luego de años, y un “nice to meet you”, éramos dos que se reencontraban con un adiós previo en la garganta.